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Cuando participo en una convocatoria en la que se lleva a cabo una votación, es inevitable plantearme todo lo relacionado con los principios del arte. Concibo una obra artística como una expresión, como una exteriorización y no como un objeto competitivo. Y reafirmo esta idea cada vez que soy el menos votado.

Tal vez recoger una crítica sea el objetivo inconsciente que me induce a participar, o es ese chispazo de fama que los envidiosos defenestran visceralmente. La cuestión es que salí elegido, en realidad mi obra, esa que adquirió carácter propio, porque es la que gustó. Yo la he escrito y la dejé escapar para que haga su propio destino.

 
 
 Tango
Llegaba con sus luces de buena amiga. Despreocupada y expresiva, sabía quedarse indiscretamente entre líneas. Con pocas palabras, formaba enunciados que solo comprenden los cómplices de años. Igualmente, no hablaba de nada que pudiera costarle un arrepentimiento.

Era sincera y apreciaba serlo, aunque también disfrutaba fingir a veces.

Le perturbaba lo que podrían decir de ella, pero igual reía sin límites, ocultándose en su máscara alegre; yo lo sabía, pero no servía de nada mencionarlo en ese lugar de encuentros y desencuentros.

Las personas que entraban a ese bodegón, disfrazado de bar, resultaban un espectáculo aparte: el verdulero del barrio, quien iba siempre a tomar un café dejando su típica disconformidad, como un ritual de mala cara; Tristán, el diariero seductor, regalándole una flor a la moza de caderas amplias, quince años menor que él; doña Martina, con su caniche en brazos, tan parecido a ella, quien iba a beber un licor como un secreto indiscreto que todos conocían, y por último, el cadete de la panadería, el mismo que dejaba las medialunas y se llevaba el suspiro de la encargada, mujer que soñaba ser soltera y más joven.

A pesar de tanta realidad, había momentos que no existían, simplemente duraban días, años, olvidos entre recuerdos. Sin embargo, de quien les hablo ni siquiera se percató de eso; de hecho, la última vez que estuvo presente, no sospechó que sería la última. Despersonalizada por mí, se fue sin ella, quedando como la incomprensión sentimental que solo comprenden los poetas.

¿Cómo le explico al olvido de qué se trató todo lo nuestro?

Ese bodegón cerró, y hasta la esquina donde se encontraba la transformaron en una mitad de cuadra. Yo me convertí en una inspiración melancólica sin tiempo, para citarme a escondidas con ella, la musa que siempre llegaba a mi mesa, esa mesa vacía, llena de historias escritas con melodía de tango.

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